Mensaje del Día – 8 de noviembre
Serie: La Gracia – *La gracia que te alcanza cuando ya no puedes más*
Le pido a Dios que hoy su gracia te abrace de una manera tan real, que ninguna culpa, miedo o cansancio logre apagar la esperanza en tu corazón.
Tal vez vienes cargando cosas que casi nadie conoce: errores del pasado, decisiones que hoy te pesan, promesas que no cumpliste, intentos de cambiar que se quedaron a la mitad. A veces lo enfrentas con una sonrisa, otras con silencio; pero por dentro, sabes que no estás tan fuerte como aparentas. Y sin darte cuenta, empiezas a pensar que Dios está tan cansado como tú.
Cuando repetimos fallas, solemos decirnos: “Yo debería estar más avanzado”, “ya Dios debe estar decepcionado de mí”, “quizás esta vez sí lo arruiné todo”. Sin notarlo, vamos construyendo una imagen de Dios basada en nuestras caídas, no en su carácter. Lo vemos como un juez exhausto, no como un Padre que corre hacia el hijo que vuelve con los zapatos rotos y el corazón quebrado.
Hoy comenzamos esta serie sobre la gracia para recordarte algo que necesitas escuchar con toda el alma: la gracia de Dios no comienza donde tú por fin logras “portarte bien”; la gracia de Dios comienza, precisamente, donde tú reconoces que no puedes salvarte a ti mismo. La gracia no es un premio para los fuertes; es el regalo inmerecido de un Dios que ama a hijos cansados, heridos, confundidos… como tú y como yo.
Historia
Leí sobre un hombre que había decidido alejarse de Dios después de años sirviendo en la iglesia. Se sintió hipócrita, cansado de luchar con el mismo pecado, cansado de pedir perdón por lo mismo una y otra vez. Un día, después de una caída más dolorosa que las anteriores, dijo en su corazón: “Hasta aquí. Dios merece gente mejor que yo”. Cerró su Biblia, dejó de congregarse y se resignó a vivir con una culpa silenciosa.
Pasó el tiempo, y una noche, mientras ordenaba unas cajas viejas, encontró una libreta de cuando era nuevo creyente. Allí había oraciones escritas con lágrimas, sueños de servir, frases como: “Señor, gracias por tu gracia, porque me amaste cuando yo no merecía nada”. Al leer eso, sintió un nudo en la garganta. Se dio cuenta de que con los años había cambiado el centro del mensaje: antes todo era la gracia de Dios; luego, sin notarlo, todo empezó a depender de su desempeño.
Esa noche se arrodilló en el piso frío de su sala y solo pudo decir: “Dios, si todavía quieres algo conmigo… aquí estoy, ya no tengo nada que ofrecer”. En ese momento no escuchó una voz audible, ni vio luces, pero sintió con claridad una verdad que había leído mil veces: Dios no lo había amado por lo que él hacía, sino por lo que Cristo hizo por él. No era su fuerza la que lo sostenía; era la gracia de un Salvador que no se rinde con sus hijos. Allí entendió: la gracia no se venció con su último error; la gracia lo estaba alcanzando otra vez.
Versículos a meditar
«Porque por gracia ustedes han sido salvados mediante la fe; esto no procede de ustedes, sino que es el regalo de Dios.» (Efesios 2:8, NVI)
«Pero donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.» (Romanos 5:20b, NVI)
REFLEXIÓN
La gracia de Dios es escandalosa para nuestro orgullo, porque rompe la lógica de “me porto bien y entonces Dios me acepta”. Nos muestra que la salvación no nace del esfuerzo humano, sino del corazón de un Dios que decidió acercarse a nosotros cuando éramos incapaces de acercarnos a Él. En Cristo, Dios no te ofrece un sistema de puntos espirituales, te ofrece un regalo: su perdón, su adopción, su presencia. Y un regalo no se paga, se recibe.
Muchas veces, la verdadera batalla no es contra el pecado visible, sino contra esa voz interna que te dice que ya no calificas para ser amado por Dios. Esa voz te acusa, te compara, te recuerda todo lo que prometiste y no lograste. Pero la cruz responde con una verdad más alta: Jesús llevó tu culpa completa, no parcial. Cuando crees que tu pecado es más fuerte que la cruz, sin darte cuenta estás diciendo que tu caída es más poderosa que la obediencia perfecta de Cristo. Y eso no es verdad.
Donde abundó tu torpeza, tu debilidad, tus tropiezos repetidos, allí la gracia decide sobreabundar. Esto no significa que la gracia apruebe el pecado, sino que no se rinde contigo en medio del proceso. La gracia no aplaude tus cadenas, pero tampoco te abandona encadenado. La gracia te confronta con amor, te levanta con paciencia, te limpia con la sangre de Jesús y te recuerda quién eres en Él, no quién fuiste en tu peor día.
Hoy, el llamado no es a demostrarle a Dios que ahora sí lo mereces, sino a rendirte a la verdad de que nunca lo mereciste y, aun así, Él te sigue amando. Deja de huir por vergüenza. Deja de esconderte detrás del “cuando mejore, vuelvo”. Vuelve hoy, precisamente así como estás. La serie de la gracia comienza aquí: con un hijo o una hija que se atreve a creer que el abrazo del Padre sigue abierto, no por su perfección, sino por la obra perfecta de Cristo en la cruz.
Aplicación diaria
- Toma unos minutos hoy para decir con honestidad: “Señor, yo no puedo solo, necesito tu gracia”. No lo adornes; háblale desde tu realidad.
- Escribe dos o tres culpas que sigues cargando y preséntalas una por una delante de Dios, creyendo que la cruz de Cristo es suficiente para cada una.
- Da un paso concreto de regreso: ora, abre tu Biblia, vuelve a congregarte o retoma ese compromiso espiritual que abandonaste, no para ganar su amor, sino porque ya eres amado.
- Comparte este mensaje con alguien que conoces que se siente lejos de Dios por vergüenza. Puedes ser hoy el recordatorio vivo de que la gracia todavía está en oferta.
- Durante el día, repite en tu mente esta verdad: “La gracia de Dios me alcanza incluso en lo que más me avergüenza”. Deja que renueve cómo te ves delante de Él.
Ps. Eudomar Rivera