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Volver a empezar con Dios

Volver a empezar con Dios 💖

18 de octubre

Le pido a Dios que hoy renueve tu corazón con su misericordia, y te conceda la valentía de volver a sus brazos.

Hay días en los que el alma pesa más de lo normal. No es solo cansancio; es esa mezcla de recuerdos, decisiones y silencios que se acumulan dentro como cajas sin abrir. Nos repetimos que vamos a mejorar, que mañana será distinto, pero el corazón sigue inquieto y la conciencia recuerda lo que quisiéramos olvidar. Cuando eso pasa, no necesitas un discurso moralista: necesitas una puerta abierta y una voz que te diga con sinceridad y ternura: “Puedes volver a empezar”.

Volver a empezar no es borrar el pasado con una esponja mágica; es tomar la mano de Dios en el presente y permitir que su gracia escriba el siguiente capítulo. La culpa nos empuja a escondernos, pero la misericordia de Dios nos invita a regresar. Y cuando la misericordia llama, el arrepentimiento no es un castigo: es un camino de regreso al hogar. Es reconocer que lejos del Padre nos apagamos, y que en su presencia la vida vuelve a vibrar con propósito.

Hoy quiero hablarte con firmeza y esperanza. No estás condenado a repetir las mismas caídas. No estás atado a tu peor versión. Si sientes que te has distanciado, si te cuesta orar, si hay decisiones que te avergüenzan, escucha bien: el Padre no ha cerrado la puerta. Él no se cansa de esperar. Su corazón late por el regreso de sus hijos. Y cuando el arrepentimiento es genuino, su misericordia no pone condiciones imposibles; abre un banquete de perdón y reconstruye la vida desde adentro.

Historia

Leí una vez, con el alma encogida, la parábola que Jesús contó sobre un joven que pidió su herencia antes de tiempo y se marchó lejos, buscando libertad sin límites. Al principio, su plan parecía perfecto: dinero, amigos, fiestas, promesas de una felicidad que no pedía cuentas. Pero el brillo se apagó pronto. Cuando el dinero se terminó, también se evaporaron las sonrisas y las compañías. El joven terminó cuidando cerdos —lo más bajo que podía caer en su contexto— y deseando comer lo que ellos comían. Ese fue su fondo, su choque con la realidad.

Alguien me contó que, en ese punto, lo más difícil no era el hambre, sino el espejo del alma: reconocer que había roto algo más que normas, había herido una relación. Descubrió que su “libertad” sin el Padre era una cárcel sin ventanas. Entonces, decidió hacer lo que el orgullo siempre retrasa: levantarse y volver. Preparó un discurso pobre, el típico de quien cree que ya no merece nada: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado tu hijo”. Quería pedir trabajo como jornalero, apenas un rincón donde existir sin molestar.

Pero el Padre lo estaba esperando. Lo vio de lejos —como quien mira el horizonte todos los días— y corrió a su encuentro. No le pidió explicaciones. No le hizo exámenes de sinceridad. No le exigió garantías de que no fallaría otra vez. Lo abrazó. Ese abrazo partió la culpa como se parte una olla vieja: con un golpe de gracia. Luego vinieron el anillo, las sandalias, el vestido nuevo y el banquete. El hijo quería firmar un contrato; el Padre estaba restaurando una identidad. Ese día, el hogar volvió a cantar porque la misericordia venció a la distancia.

Versículos a meditar

“Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se compadeció de él; salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo besó.” (Lucas 15:20, NVI)

“El sacrificio que te agrada es un espíritu quebrantado; tú, Dios, no desprecias al corazón contrito y humillado.” (Salmo 51:17, NVI)

REFLEXIÓN

La parábola del hijo pródigo expone con claridad la tensión entre culpa y misericordia. La culpa empuja a esconderse, a negociar un lugar pequeñito en el borde de la casa; la misericordia del Padre, en cambio, rompe el guion del miedo. Dios no ignora el pecado; lo confronta con amor que transforma. Por eso, el arrepentimiento bíblico no es una ceremonia de vergüenza, sino una decisión valiente de volver al abrazo que restaura la dignidad. El Padre no relativiza el mal, pero tampoco relativiza su amor. Y su amor es más fuerte que nuestros desvíos.

Observa el movimiento del texto: el joven “se levantó y volvió”. El corazón se arrepiente por dentro, pero los pies también se arrepienten por fuera. No basta con sentir remordimiento; hay que caminar hacia el Padre. Sin embargo, el paso más largo lo da Dios: Él corre hacia el que vuelve. Esa carrera del Padre define el evangelio. Mucha gente piensa que tiene que limpiarse antes de regresar, traer méritos, promesas, logros. Jesús enseña lo contrario: vuelve como estás, y el Padre hará lo que tú no puedes hacer por ti mismo: vestirte, sanarte, dignificarte.

El anillo, las sandalias y el vestido nuevo no son detalles decorativos. El anillo señala pertenencia y autoridad familiar; las sandalias distinguen al hijo del esclavo; el vestido cubre la vergüenza y anuncia una historia que comienza otra vez. En Cristo, el arrepentimiento no te deja en un rincón de segunda categoría; te devuelve a la mesa. Esta es la fuerza de la misericordia: no solo te perdona, te restaura. No te tolera en el patio; te celebra en el salón. Donde la culpa pensaba en supervivencia, el Padre prepara fiesta de resurrección.

Quizá temes volver porque has caído varias veces. Piensas: “¿Y si fallo de nuevo?”. El Padre lo sabe y, aun así, te espera. La vida nueva no ocurre por perfeccionismo, sino por permanencia en el amor de Dios. Vuelve hoy, vuelve cada día. La misericordia no es un cheque ocasional: es el río constante que lava, fortalece y guía. La fe madura no niega las heridas, las entrega. Y cuando el corazón se quiebra delante de Dios, no queda roto; queda re-hecho. No postergues la decisión. El banquete ya está listo y el Padre te llama por tu nombre.

Aplicación diaria

  1. Reconoce con nombre y fecha. Toma 10 minutos hoy para escribir, sin adornos, en qué áreas te has alejado. Nómbralas ante Dios. El arrepentimiento comienza cuando llamamos a las cosas por su nombre.
  2. Ora con el Salmo 51. Lee en voz alta el Salmo 51:1–12 y conviértelo en tu oración. Pide un corazón limpio, un espíritu firme y el gozo de la salvación. Hazlo por tres días seguidos.
  3. Da un paso práctico de regreso. Si te alejaste de la oración, ora 5 minutos hoy. Si dejaste la congregación, agenda tu asistencia este domingo. Si heriste a alguien, busca reconciliación con humildad.
  4. Vuelve a la Palabra. Lee Lucas 15 completo y subraya todo lo que el Padre hace por el hijo. Medita cómo esas acciones describen lo que Dios quiere hacer contigo ahora.
  5. Comparte y edifica. Envía un mensaje breve a alguien que ames: “Dios te espera con misericordia. Si necesitas orar, aquí estoy”. Cuando compartes esperanza, tu propia fe se fortalece.

Ps. Eudomar Rivera

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